Camino

La pierna derecha se le estaba gangrenando. El dolor le era insoportable.
Se preguntó si quizá aquello no lo habría distraído de concentrarse absolutamente en todas las posibilidades. 

Quizá se había perdido la enésima combinación de todas combinaciones de equis tomadas de a ene, por culpa de la maldita pierna.
¡No se podía permitir el dolor! ¿Acaso los valientes no soportan todo? Había fracasado. ¡Se había permitido sentir dolor por sobre la razón! Era inconcebible. Y por eso, todos habían perecido.
¿El corazón tiene razones que la razón no entiende? No, no se podía permitir caer bajo esa cursilería tonta, él tenía bien clara la frontera.
Desde pequeño le habían enseñado que los líderes no deben sentir, mejor dicho, deben guardar para sí todo su sentir, y no desvelarlo, y él había fallado. El dolor había sido más fuerte.
No se lo podía perdonar bajo ningún concepto.
Desde pequeño le habían enseñado que los grandes hombres nunca lloran, y él, tras un esfuerzo sobrehumano, lo había aprendido.
Al principio le había costado hasta el hartazgo y su padre lo había sometido a las más duras pruebas. Lo había entrenado.
Aún recordaba su "bautismo de fuego"; un día su padre le dio un perro. Un cachorro. Era una ternura. "Hijo mío, es para ti, ponle un nombre". –había dicho.  Y él le había puesto “Rambito”. "Hijo mío, desde hoy tu responsabilidad es cuidar de la vida de Rambito. El depende absolutamente de ti. No tiene a nadie más. Si te olvidas de darle su comida, si dejas que un animal más grande lo ataque, recuerda que la culpa será tuya y sólo tuya."

Los primeros días había estado como rindiendo examen para sí pero con el paso del tiempo se fue acostumbrando y los cuidados hacia Rambito fueron incorporando a su rutina. Ya tenía que pensar en ellos.
Rambito crecía, precioso. Lo quería mucho. Muchísimo.
El día de conmemoración de la llegada de Rambito el padre dijo:
-Hijo mío, estoy orgulloso de ti. La misión que te encomendé, fue exitosa. Rambito goza de excelente salud.
-Gracias, Pá.
-Pero ahora tienes que pasar la prueba.
-¿Qué prueba, Pá?
-La prueba que me ratifique que tu razón y tu corazón son conjuntos disjuntos.
-Si Pá.
- Ahora, hijo, demostrarás tu verdadero valor, demostrarás si eres digno de ser un líder.
A continuación, le alcanzó una soga.
El no comprendía, y esperaba atento las instrucciones del padre.
Creía que debería hacerlo corre quizá en el afán de entrenarlo para que fuese más veloz.
Fue entonces que el padre  dijo:
-Hijo mío, ahora ante mis ojos harás un bonito collar alrededor del cuello de Rambito.
-Ya está, Pá- dijo él al finalizar la tarea.
El padre habló nuevamente:
-Ahora apretarás el collar hasta que Rambito no pueda respirar.
-¿Lo tengo que matar? – había inquirido, horrorizado.
-Es preciso, hijo mío. – respondió el padre.
El niño, carcomido por dentro, comenzó a apretar.
Rambito comenzó a llorar.
El niño contenía las lágrimas, quería llorar, pero se esmeraba con el afán de reprimir su emoción. Y continuaba apretando el cuello de Rambito.
Ahora Rambito aullaba de dolor.
EL niño se hallaba desesperado, no obstante prosiguió y en un momento se obligó a concentrarse en la soga, y a no sentir emoción alguna.
Lo iba logrando poco a poco, cómo costaba…
Al fin, Rambito falleció.
"¿Para qué habían servido esas enseñanzas?" Se preguntaba en un fulguro de lucidez entre los terribles espasmos de su pierna gangrenada. ¿Acaso ese era el camino? El había fallado.
Quizá, la estrategia no fuera el rigor puro y toda su vida había se equivocado.
Quizá, las grandes acciones se logran no con la severidad sino con la coherencia.
Quizá. Había fallado....
Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...