Ezequiel golpea las teclas en la sala de chat a una hora, de una noche o de un día, de una semana de un año; un numerito al pie de la pantalla así lo indica. Mientras tanto, su pulgar, cuyo entrenamiento es muy superior a los dedos que antaño saltaban por los pianos, se desplaza a la velocidad de la luz para hacer un SMS. Nunca ha visto a la gente tras esos objetos y parece no necesitar verla. La iluminación mortecina del habitáculo no revela nada acerca del momento del día, la luz del sol fue denegada muchos años atrás, luego de aquel incidente que paralizó al mundo.
Un señor se había desmayado en la vereda. Cuando llegó la ambulancia, ya estaba muerto. No había sido un paro cardíaco, tampoco había síntomas de derrame cerebral, por lo que prestigiosos médicos tardaron meses en hacer su diagnóstico: “Coma Solar”. El tipo había quedado fulminado justo exactamente en el instante en que, luego de varios días grises, las nubes se dignaron migrar a otros horizontes dando paso al astro rey.
Muchos fueron bien escépticos con respecto a este fenómeno, decían que algo había que inventar para llamar la atención, y que los preciados galenos ganarían un montón de divisas, y asimismo sus nombres serían incluidos en el anuario de los Premios Nobel. Pero, luego de un tiempo, una mujer, en otra latitud, cayó paralizada en plena calle en idénticas circunstancias. Luego de varios casos de decesos de características similares, se anunció el Nuevo Mal, y se exhortó a la población a tomar precauciones a nivel mundial. Se decretó que las personas quedasen recluidas en sus domicilios hasta que se hiciera la noche cerrada.
La gente se fue acostumbrando a dormir de día y a salir de noche, y luego, se acostumbró a no salir definitivamente. Sólo se entornaban brevemente las puertas y ventanas para ventilar el interior de las viviendas. Claro que los que hacían los trabajos más indignos, pasaban de todos modos la noche en la calle, realizando entrega de alimento y ropas, obviamente, comprados por la computadora. Un nuevo modo de vida se había instalado, el peso promedio era de ciento cincuenta kilos, porque la gente ya no daba ni tres pasos.
Ezequiel no era la excepción que escapaba a la regla. Una de las personas con las que “hablaba” era una mujer. Es que Ezequiel vivía solo y nadie se arriesgaba a salir a la calle para tener sexo. De todos modos, el pecado de la fornicación se seguía consumando, era ya un hábito que las personas hicieran el sexo virtual. En esas lides, el mundo sí que había progresado, existían fetiches de todos los pelos y colores. Al principio de esta catástrofe, las personas pedían a su compañero de sábanas virtuales una foto, pero luego fueron desistiendo porque se había anunciado en los informativos que muchos mentían, o bien con su rostro, o bien con su cuerpo, o bien con ambos. Se creó un clima de desconfianza global, y al fin, todos fueron optando por no conocer la apariencia física de su par. La gente se fue acostumbrando, y eso era lo normal.
Ezequiel acaba de concluir el asunto.
Ezequiel se despereza en su trono anatómico, y sus desplazamientos se limitan a las acciones los botones para reclinar o elevar su respaldo. ¿Para qué gastar fuerza y energía si ahora existen botones que lo hacen todo por él? Se gira con la mirada en dirección al plasma que pende de la pared. Zapea con elegancia, dispone de dos mil señales. Ezequiel tararea los jingles de las propagandas. El se jacta de almacenar en su memoria todos los capítulos de las series del Warner Chanel, y para no olvidar ninguna las sigue consumiendo.
Ezequiel le teme a las sorpresas; él parece gozar de una precaria felicidad burguesa que no le exige sacrificios. Ezequiel está maravillado con el progreso de la tecnología. No debe hacer grandes desplazamientos físicos, ni recurrir a complejos análisis del pensamiento para sobrevivir, por suerte otros lo han hecho por él.
Ezequiel siente la vejiga hinchada. Ha visto en el cable que están por salir a la venta unos dispositivos especiales, una especie de sonda inteligente, con una resistencia que licúa y evapora los desechos del organismo. Pero aún no está en el mercado, y por ahora Ezequiel debe trasladarse al gabinete higiénico. Se prepara para la maratón. Respira hondo, y bañado en sudor, logra levantar sus ciento cincuenta quilos y ponerse de pie. Cuando llega hasta el inodoro detiene su marcha; está casi ahogado. Se toma de la barra especial que en estos tiempos colocan junto a todos los inodoros, es que teme desplomarse.
Ezequiel se observa en el espejo del baño. Existe cada vez menos demanda de ese monstruo reflector, ahora se fabrican unos de tipo cóncavo como los que hay en el Museo de Villa Dolores, que hacen que uno se perciba estilizado y flaco. Pero Ezequiel tiene un espejo que era de su abuela, y aún no lo ha cambiado. Decide por un momento enfrentarse con su imagen. Comienza por su rostro. Sus mejillas están rosadas, y le cuesta distinguir su cuello, está atravesado por una enorme papada. Tiene senos más prominentes que cualquier mujer de antaño, que se apoyan en su vientre, el cual podría albergar quintillizos. Ezequiel no puede acceder directamente a sus partes inferiores, se esconden bajo la prominente barriga, no obstante, siente su existencia. Ezequiel finalmente logra sentarse en el inodoro.
Parecía una explosión, vibraba todo. Ezequiel pensó que quizás estuviesen demoliendo alguna edificación pretérita, como había visto en un documental cuando en el año 1989 toda la Ciudad Vieja había vibrado por la dinamita para hacer lugar para emplazar el primer hotel cinco estrellas de Montevideo. Ezequiel ahora estaba fastidiado, es que el ruido no cedía. Encendió el equipo de audio para que la marcha metálica tapara el molesto sonido.
Se mimetizó con un bailarín cuyos movimientos eran elegantes y sugerentes; su rostro acompañaba, sus ojos estaban cerrados, sacudía con torpeza su cabeza, en realidad hacía movimientos vulgares y recursivos. Ezequiel gozó de ser un bailarín de música tecno por un espacio de dos horas. Entonces, recordó el otro ruido y apagó el equipo.
Seguía todo como antes, las paredes retumbaban. Ezequiel tendría que esforzarse y ponerse de pie, pero aún no se decidía. Encendió la T.V. local. Los periodistas estaban transmitiendo desde la costanera. La Costanera es lo que en un tiempo había sido la calle más cercana al agua. Pero ahora esa agua despedía vapores irrespirables, hacía mucho que nadie se atrevía a bajar por lo que quedaba de las escaleras de los muros, que alguna vez fueron el acceso a una playa. Estaba prohibido tocar el agua pues contenía ácido nítrico, era la misma del arroyo Miguelete o el Pantanoso.
Ezequiel hizo un esfuerzo sobrehumano por prestar un poco de atención a lo que decían los periodistas. - “Desde hace dos horas un leve sismo está asolando la ciudad de Montevideo. Se teme que el magma incandescente que subyace bajo la Isla de las Gaviotas ya no puede permanecer en control. “
Hace años un grupo de geólogos había estado investigando el suelo sin sorpresas del Uruguay, sus ondulaciones aburridas y descubrieron el temblor interno de la tierra. En ese momento, los eruditos alertaron a las autoridades gubernamentales que era preciso tomar medidas inmediatamente, puesto que ese magma no permanecería quieto. Entonces, el Presidente de la República habló en cadena de televisión por espacio de una hora, y nombró una Comisión de Notables para ocuparse del tema.
Dicha comisión se reuniría los martes y jueves y elaboraría un Proyecto de Ley que incluiría reformas en las normas de la construcción, así como también la evacuación de los barrios de Malvín y Buceo, por estar próximos a la zona de riesgo. Pero no se ponían de acuerdo en el procedimiento administrativo de la evacuación.
La ciudad entera quedó en penumbras. Ezequiel, aterrado, comprobó que su única opción era ponerse de pie. El terror le impedía lograr la concentración necesaria para tal fin, esta vez demoró media hora. Ezequiel necesitaba desplazarse sobre sus piernas, oprimía con desesperación todos los botones de todos sus controles remotos, pero ninguno le respondía.
Ezequiel había perdido la costumbre de caminar en equilibrio, se sentía más inseguro que un trapecista en la cuerda floja. Pero el hombre tiene instinto de supervivencia, así que Ezequiel logró dar veinte pasos, y de este modo aproximarse a su ventana. No se veía luz alguna en las inmediaciones. Trató de hacer una llamada desde su celular, pero todos los sistemas habían colapsado. Había corte de energía y Ezequiel no tendría más remedio que salir a la calle.
Se salieron de un cuadro de Botero, los gordos habían cobrado vida. Se desplazaban agónicamente arrastrando sus cuerpos, trataban de gritar, pero habían perdido entrenamiento en las cuerdas vocales y la voz les quedaba chiquita, atrapada en la nariz. Era una procesión de gordos mudos. Caminaban con resignación, no podían hacer otra cosa.
Se habían levantado carpas gigantes que quedaron del último circo. Eran Carpas de Refugiados. Muchas ONGs habían tomado medidas sin esperar por la Comisión de Notables. Estas carpas habían sido erigidas con una velocidad sorprendente en todos los barrios de Montevideo.
Ezequiel marchaba. Era parte de una masa de barrigas de gelatina que tenían pequeños piecitos; esos mortales soportaban excesivas cargas y uno no sabría si serían capaces de transportar el cuerpo que los poseía.
Las Carpas de Refugiados se transformaron en el hogar momentáneo de los montevideanos obesos. Aunque ya habían perdido al menos diez quilos durante la primer semana posterior al sismo.
Cuerpos malolientes llagados por los pliegues que hacían sus carnes al rozarse. Depositados cual fardos en una especie de gran frazada, por propia iniciativa habían decidido poner en uso el cuerpo despreciado otrora.
Lentamente comenzaron a tratar de mantenerse en pie, estaban intoxicados de tecnología. Se comunicaban por medio de palabras sueltas y tocando al destinatario de las mismas. Volvieron a usar los ojos para mirarse directamente a la pupila del otro. Al principio, ello implicaba un gran pudor y recato.
Al mes de estar instalados en las carpas, se decretó estado de cuarentena. Los pulgares de los individuos se habían gangrenado, debido a la falta de actividad.
Anna Donner © 2009